Pasaba por el parque cuando la vi. Esa anciana solitaria y -deduje por sus ropas de escasos recursos tenía algo que últimamente escasea: clase. Una especie de innata delicadeza en sus gestos. Esa dignidad, que no tiene nada que ver con ser ilustrado o analfabeto ni haber ido a colegio de pago ni nada por el estilo, la convertía en un ser bello, capaz de traspasar las inclemencias de la edad hasta situarla en un pedestal.
Lo que me llevó a fijarme en ella fue algo tan sutil que quizá a ustedes les parezca exagerado: la forma como lanzaba migas de pan a las palomas. Aquellas manos largas, de venas prominentes forrando unos huesos a punto de romperse, llevaban música. Una cadencia a cámara lenta de una belleza impresionante.
Empecé a fantasear con la historia de su vida.
Tal vez fuera una superviviente de la Guerra Civil; o una aristócrata que perdió sus títulos en alguna esquina; o una mujer que jamás encontró el amor; o quizá alguien extraviado, víctima de una enfermedad mental; o lo más probable, una abuela abandonada.
Un niño se acercó a la mujer y recostó su cabeza sobre su regazo. Ella, con la misma cadencia con que había lanzado las migas de pan, empezó a acariciar sus cabellos. ¡Abuela! -gritó otra niña al verla y se soltó de la mano de su madre para ir a su encuentro-. La anciana abrió sus brazos para recibirla y, al darse cuenta de que la observaba, me sonrió. Entonces me pregunté por qué a veces nos precipitamos en emitir juicios, si tantas veces las apariencias engañan.
viernes, 10 de junio de 2011
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