A 30 años de la implantación de Una pareja, un hijo, la política restrictiva que premiaba con toda clase de incentivos a las parejas que tenían un solo hijo y castigaba con duras sanciones a quienes la incumplieran, China empieza a recoger la cosecha de su retorcida siembra.
Esos "pequeños emperadores" como se les llama a esta legión de niños sin hermanos -en la mayoría de los casos egoístas y muy poco independientes-, hoy empiezan a ser padres y se enfrentan a un doble problema que no saben resolver: están a cargo de sus hijos y de sus progenitores.
Después de tantas políticas de obligada planificación familiar con femicidio encubierto (tema al cual dedicaría no una columna sino cien), ahora de repente el Gobierno se ha dado cuenta de que 167 millones de personas mayores de 60 años se están quedando solas y estudia otro castigo: multar a los hijos que no visiten asiduamente a sus ancianos padres.
¿Qué le pasa a este país que ha terminado convirtiendo el amor en un decálogo de penas y multas?
El gigante asiático, ejemplo mundial de cómo conseguir abaratar los costes de producción, cree que puede seguir las mismas reglas mecánicas en el amor.
Los seres humanos no son robots programables, con medidor de rendimiento. Qué pena que el amor tenga que imponerse a fuerza de multas. Qué pena los deshumanizados engendros que están produciendo sus políticas. Qué pena que la próxima potencia mundial entienda la vida de esta manera.
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