jueves, 30 de abril de 2009

Historia de una duda

Como toda duda, ésta también nació certeza. Y como toda certeza, llegó con varios kilos de ignorancia bajo del brazo. Había que vestir tanta desfachatez ante la intemperie de las posturas, así que, para empezar, se hizo con algunos estereotipos. Ya sabes, atajillos populares, baratos, prêt-à-porter y muy trillados que hacen el camino a la respuesta tan sencillo como falaz.

La certeza no viaja bien. Le tiene pánico a la gente nueva y a los espacios abiertos. No es para menos. Cada vez que sale de casa, corre el altísimo riesgo de tropezar con algún espejo en forma de contradicción, evidencia que, de pronto y sin avisarlo, podría convertirla en mentira. Y éstas sí que, con el tiempo, se vuelven frágiles como el cristal.

Por eso, las certezas siempre se blindan de miedo. Dado un número suficiente de fantasmas, rumores y peligros externos, una certeza puede sobrevivir años e incluso siglos en el invernadero de nuestra conciencia. De ahí que lo primero que buscara la certeza fuese ponerse a salvo de toda experiencia, oportunidad y contaminación.

En este caso, su primer gran aliado fue una mente que encontró cerrada a cal y canto. Un cerebro un tanto desocupado, si, pero sobre todo una masa donde no entraba aire fresco que arrojase ninguna luz. Y ya se sabe que, sin luz, no hay manera de que existan gamas.

En ese lugar, la certeza, todo hay que decirlo, fue feliz. Por fin campaba a sus anchas por un universo monocromático, alimentado por una sola fuente de información, donde poder pudrirse de purismo y tradición, tomadas como piedras fundacionales que validaron todas y cada una de sus extradiciones mentales.

Pero un día, sucedió lo inevitable. A la certeza le nació una inquietud. Le salió justo en medio de la cara, así que no hubo manera física de disimularla. Con toda la contundencia, seguridad y aplomo que siempre había demostrado, ahora tenia que enfrentarse al mundo de las ideas con esa pústula en medio de la cara, que le restaba integridad y coherencia por todas partes.

A esas alturas, todo el mundo ya sabía que la inquietud es una de las patologías menos deseables, más propias de burdas y vulgares preguntas que de respuestas con pedigrí.

Por eso, no es de extrañar que, ante tanta inseguridad mal llevada, de pronto, empezase a cambiarle la voz, volviéndose menos sugerente y susurrada, con mucho más volumen y exclamación.

La inquietud, indiferente e ingenua como sólo la verdadera inquietud sabe ser, fue creciendo en tamaño e intensidad, llegando a inocular litro y litros de curiosidad en esa certeza, que cada día se sentía más débil.

Un día, una preciosa mañana de agosto, a la certeza se le cayó el miedo. Y descubrió, bajo la costra pútrida de cobardía, una preciosa, tierna y decidida duda. Descubrió también que no valía la pena resistirse, ni seguir fingiendo. Que, como todas las dudas, pronto tendría la manía de reproducirse.


Y no me preguntes por qué, pero desde ese momento tuvo valor para reconocer lo que sabia, humildad para reconocer lo que no sabía, intuición para descubrir lo que no sabía que sabia y paciencia para seguir conociendo todo lo que aún no sabía, y seguramente no sabría jamás.

Se hizo duda y con ello, se hizo eterna.
Se hizo humana y con ello, se hizo bien.

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