Voy en el metro distraída, escuchando la voz monocorde que anuncia la próxima estación, y de pronto una mujer sentada frente a mí llama mi atención. Lleva cubierto su rostro con un velo o hiyab blanco que deja entrever unos brillantes ojos negros. En su pecho, ronronea un bebé con carita plácida. La mujer, ajena a la movida de viajeros que suben y bajan, acaricia despacio con su dedo índice las mejillas, la cabecita, la comisura de los labios de su pequeño y parece contar uno a uno sus dedos. La ternura y amor con que lo mima choca con la dureza del ejecutivo compulsivo de al lado, que gira con ansiedad las páginas de un diario, buscando alguna noticia que no hable de lo de siempre. Sigo mirando y más adelante una madre riñe a su hijo y le arregla con rabia el cuello del jersey. Y en la fila de atrás una joven, con el pelo pintado de naranja y cascos verdes en las orejas, tararea una canción que nadie escucha, mientras el chico de al lado trata de entablar una conversación que se queda en el aire.
Abro el libro que tengo sobre mis piernas y leo… "La oxitocina es la hormona de la ternura, del cuidado, de la maternidad… cuando se inyecta a una rata macho adopta posturas maternales…"
Levanto la mirada y busco la preciada oxitocina. Salvo la mujer del velo, sólo veo estrés, aburrimiento y soledad. Cuelgo un cartel en la pared de mi conciencia: ¡se necesita con urgencia donantes de oxitocina!
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