No existe hogar que en algún momento no haya conocido viento y tormenta, frío abierto y noche cerrada.
Alguno se destruyó porque se movió en exceso el suelo sobre el que dos cimentaron su arquitectura de vida. Otros, simplemente fueron quedando inservibles porque su hoy se fue distanciando de su ayer, algo que atribuimos al paso de ese tiempo que decimos que todo lo cambia.
Pienso que no es cierto. No cambia el tiempo: lo que cambia es cómo sentimos nuestro tiempo, aquel momento en que entendemos que la mejor comida, mal digerida es indigestión; que el amor no se construye sólo desde el ímpetu del dar, sino también desde el flujo del recibir.
Y entonces llega el momento de la suprema decisión: abandonar o reconstruir.
Reconstruir requiere fe e ilusión, porque significa volver a proyectarse desde una convivencia bien distinta a la que causó la malvivencia. Habrá que pensar en menos habitaciones y rincones, espacios más diáfanos, luminosos, ventilados y abiertos. Habrá que pactar unos cimientos comunes que aguanten vendavales, nevadas y chorradas.
Y todo habrá que hacerlo desde esa humedad que sólo genera el amor, porque las lágrimas secas y resentidas son incapaces de fraguar nuevos cementos.
Reconstruir fielmente el pasado es absurdo porque, a partir de ahora, de nosotros sólo queda el futuro.
Reconstruir es quedarse con lo bueno, y el resto, cambiarlo del todo para un futuro distinto y mucho mejor.
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