Iba con prisa, doblé una esquina y me vi: iba con prisa, cruzaba la calle con las manos en los bolsillos y movía la cabeza para mirar hacia los lados estirando el cuello más de la cuenta de la misma forma que lo hago yo, con cierto aire de avestruz. Avancé detrás de mí dando zancadas y vi que aunque daba zancadas llevaba una mochila en la espalda, y eso era curioso, porque yo no suelo llevar mochilas. No me voy a alcanzar nunca, pensé entre el tumulto de mi respiración, matemática incontestable, los mismos pasos a la misma velocidad de la misma persona no pueden llegar a un punto de encuentro. Persiguiéndome no voy a ninguna parte, me dije, y sin embargo me resultaba imposible la idea de dejarme escapar. ¿Haré caso si me llamo?, pensaba sin perder el paso, al acecho de mi nuca. Si grito mi nombre, ¿giraré la cabeza y me miraré?. La idea me turbaba. Pero doblé otra equina y me perdí de vista. ¿Hacia dónde voy?, me preocupé, y al doblar precipitada la esquina que había doblado choqué conmigo de sopetón. ¿Qué quieres?, me dije dando un respingo, mirándome a los ojos con el corazón a mil, ¿por qué me sigues?, contesté. No supe qué decir. Vamos a tomar un café, propuse entonces.
Nos sentamos cara a cara en una mesa al lado del ventanal. No era la primera vez que hablabamos, me dije para romper el hielo. No sé a qué te refieres, contesté disimulando con la cucharilla. En realidad, aquella vez no se puede decir que hablásemos del todo, pero para mí fue como si lo hiciéramos, y eso es lo que importa, ¿no crees?. Me miré con desconfianza. Quiero decir que la realidad de las cosas empieza por lo que uno percibe, o eso dicen. Puede ser. La cuestión es que un día sonó el telefóno y noté algo extraño en la voz que estaba al otro lado de la línea; sentí un escalofrío, ya sabes que el cuerpo reacciona antes que la cabeza. Puede ser. Era una voz de niña que hablaba de una abeja, yo no la entendía bien, le preguntaba quién era, cada vez más rara por dentro, pero ella no me contestaba y se reía y charlaba. Pero quién eres, insistía yo con ese tono acaramelado que ponemos los adultos con los niños desconocidos, por más que su voz corriera por mis venas con demasiada familiaridad. Hasta que se puso mi padre y me preguntó soncarrón qué sentía después de haber hablado conmigo misma. Pues no sé, papá, dije alterada, qué quieres que te diga. Es que he encontrado estas cintas que grabaste de pequeña cuando jugabas a las entrevistas. Pues no tiene gracia, le dije, y no la tenía; hay barrancos que deberían permanecer insondables. Me has tenido un rato experimentando uno de tus juegos imposibles, protesté, la niña que yo era no puede hablar con la persona que soy ahora, hay líneas que es mejor no atravesar.
Nos sentamos cara a cara en una mesa al lado del ventanal. No era la primera vez que hablabamos, me dije para romper el hielo. No sé a qué te refieres, contesté disimulando con la cucharilla. En realidad, aquella vez no se puede decir que hablásemos del todo, pero para mí fue como si lo hiciéramos, y eso es lo que importa, ¿no crees?. Me miré con desconfianza. Quiero decir que la realidad de las cosas empieza por lo que uno percibe, o eso dicen. Puede ser. La cuestión es que un día sonó el telefóno y noté algo extraño en la voz que estaba al otro lado de la línea; sentí un escalofrío, ya sabes que el cuerpo reacciona antes que la cabeza. Puede ser. Era una voz de niña que hablaba de una abeja, yo no la entendía bien, le preguntaba quién era, cada vez más rara por dentro, pero ella no me contestaba y se reía y charlaba. Pero quién eres, insistía yo con ese tono acaramelado que ponemos los adultos con los niños desconocidos, por más que su voz corriera por mis venas con demasiada familiaridad. Hasta que se puso mi padre y me preguntó soncarrón qué sentía después de haber hablado conmigo misma. Pues no sé, papá, dije alterada, qué quieres que te diga. Es que he encontrado estas cintas que grabaste de pequeña cuando jugabas a las entrevistas. Pues no tiene gracia, le dije, y no la tenía; hay barrancos que deberían permanecer insondables. Me has tenido un rato experimentando uno de tus juegos imposibles, protesté, la niña que yo era no puede hablar con la persona que soy ahora, hay líneas que es mejor no atravesar.
Me miré con aire aburrido. Yo me llevé la taza a los labios. Juguemos a los dados, dije. Jueguemos al póquer mentiroso, contesté creyendo que no me podría engañar. Pero decía póquer de reinas y yo me lo creía y no era verdad. Decía trío de ases y yo no me lo creía y ahora sí. Los dados corrían y nadie como yo sabía engañarme mejor. Debería haberlo sospechado, dije agitando el cubilete con tanta fuerza que los dados salieron disparados por el aire. Los buscamos a cuatro patas debajo de la mesa y entre los pies de la gente, pero sólo encontramos cinco. Falta uno, dije. Así no podemos jugar. Falta uno, dije, y seguimos buscando el sexto dado por todas partes, con toda el ansa, como si nos fuera la vida en ello, y cuando ya me metía los dedos en la boca y hasta en el pelo, e di cuenta de que no había nada que encontrar. Porque los dados del juego siempre habían sido cinco, y nunca había existido un sexto dado que buscar, como en el fondo supe que siempre habíamos sabido, por el brillo de esa mirada de reojo que nos echamos a hurtadllas, sin dejar por eso de seguir buscando.
(Artículo de Clara Sanchís)