Nada ni nadie lo ha previsto. Y de repente, el azar hace que aquellas dos miradas se crucen. Un hálito de deseo enciende el instinto. Las neuronas se tensan, la respiración se comprime, la piel del alma se eriza.
Después, se inicia un baile de siete o cuarenta y siete velos, los que hagan falta. Dos mentes se van entrelazando, a veces con el fino hilo de la sinceridad, a veces desde la mentira untada de brea pegamentosa.
Luego, el compromiso, el contrato y, al poco, la rutina, ese espacio de horas descoloridas donde todo el aburrimiento emerge.
En una unión, sólo sirve, aguanta y sostiene lo que se complementa. El pez se complementa con el agua y se asfixia con el aire del pájaro; el pájaro se complementa con el aire, y no con la madriguera; el café se complementa con el azúcar, no con la sal.
El complemento no sustituye, altera ni anula; al contrario, prolonga y completa las piezas de nuestro yo para reforzarlo y, en el mejor de los casos, enriquecerlo.
Somos ejemplares únicos e irrepetibles, que sólo aceptamos e integramos los cambios que están latentes y a veces dormidos en nuestra intimidad más profunda. Buscamos prolongaciones, no mutaciones. Y sólo en la prolongación nuestro cerebro se extiende y encuentra su justo espacio, atmósfera y motivo.
Por eso las relaciones que restan, al final se dividen.
Por eso las que suman, siempre acaban multiplicando.
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